Después de una centuria
de años a lo largo de los tiempos, cuya historia he intentado contar, aquellos osados de la sociedad progresista, los más próximos a la clase jornalera y obrera, a
la clase social más humilde, habían alcanzado la gobernanza del municipio que
siempre estuvo bajo el mando de la burguesía heredera del Antiguo Régimen de la
propiedad. Y lo hacían para ejercer el gobierno del municipio desde principios
constitucionales como los de hoy: deseando establecer la justicia social y la
libertad, garantizando su convivencia democrática, respetando los derechos
humanos, y promoviendo el bien de sus vecinos, su cultura y su economía
familiar en la búsqueda de una digna calidad de vida. Y lo hacían enarbolando
banderas de libertad, en toda la amplitud de horizontes que los humanos podemos
otear.
A lo largo de esos años
la endogamia fue el mayor atributo de esta sociedad burguesa, practicando la “endofobia” e ignorando el pueblo llano
al que identifica de forma peyorativa con “motes”,
propio de una sociedad clasista recreada en sí misma, donde sus dirigentes se
consideran portadores e intérpretes de los valores absolutos, y donde el
sentido de la propiedad privada era también absoluto.
Cuatro años después del
término de nuestros Anales, allá en 1936, cuando los derechos se torcieron y el
águila imperial voló sobre el cielo de Arucas imponiendo sus yugos y clavando
sus envenenadas flechas, aquellos que se atrevieron a tomar la municipalidad y aquellos
que con fe alentaron la exigencia de un mísero jornal para subsistir, aquellos
que hicieron camino al andar, lo pagarían muy caro, lo pagarían con su vida. Muchos
de ellos fueron señalados como advertencia ejemplarizante para que todos los
vecinos conocieran de sus limitaciones: de quién era el patrón y quién el
jornalero y obrero; quién es el descamisado y quién viste camisa con corbata;
quién es analfabeto en la vida, y quien es el ilustrado señorito. Ello, para santificar
que unos viven para administrar y otros para ser administrados, unos para
mandar y otros para ser mandados.
Y aquellos otros que fueron
amparados por la protección del Obispo Pildain cuando intercedió para conmutar
las veintisiete penas de muerte de los ochenta y nueve aruquenses encausados en
el Consejo de Guerra 500/1936, sentenciado el 20 de abril de 1937, imputados
por la voladura parcial en el puente de Tenoya, acción defensiva realizada por
los republicanos que defendían los derechos constitucionales intentando impedir
el paso del ejército golpista hacia Arucas la noche del 17 de julio; su firmeza
y sorpresivas visitas al campo de concentración del Lazareto de Gando fue decisiva.
Pero 67 almas, muchas de
ellas liberadas por los militares del Lazareto de Gando por no existir causa
contra ellas, liberación no compartida por las violentas camisas azules, fueron
a las pocas horas o días sacados para un “paseo”.
Simplemente, desaparecieron en el fondo de un desconocido pozo en el que
reposan sus huesos calcinados para ocultar su identidad.
Ni siquiera tuvieron el
derecho a que su mujer, hermanos o hijos conocieran donde recordar al buen
padre o hermano con unas flores y algún cirio. Fueron tres de cada mil vecinos
de Arucas, muchísimos más que en otros municipios. Sólo Agaete superó a Arucas,
desgraciadamente porque allí llegaron una madrugada las violentas azules
camisas de Arucas y se llevaron a los hombres de muchas familias completas de
la Vecindad de Enfrente. Lo intentaron también en Guía y La Aldea, pero no lo
permitieron los vecinos del lugar impidiéndoles su paso. Distintos fueron los
intereses que convergieron en el extinguido municipio de San Lorenzo, donde la
anexión de sus vecinos a la gran capital insular era lo importante, si bien no
fueran distintas las violentas maneras: 59 fusilados y 14 desaparecidos del dicho
municipio.
Las camisas azules
convirtieron sus viles acciones en un entretenimiento, en un desahogo para su
incontenida violencia, con la que algunos saldaron su ambición por los bienes o
por el inconsentido derecho de pernada. Pero es más, hicieron un mal mayor
cuando sembraron la semilla de los odios entre sus ciegos y obedientes correligionarios,
quienes dieron rienda suelta a la «venganza
o resentimiento vecinal, familiar y social como oscuro sentimiento de maldad
larvado y cultivado que afloró en aquellos revueltos años para saciar o ajustar cuentas aprovechando el
rebumbio del "alzamiento nacional"» ─en la sabia opinión de un
buen conocedor de nuestra particular historia local─, hasta el extremo que las brigadas del
amanecer se llevaban al vecino, aun
siendo de derechas, cuando no encontraron en su casa al “rojo” que buscaban. Tristes realidades.
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