sábado, 19 de diciembre de 2015

Epílogo

Después de una centuria de años a lo largo de los tiempos, cuya historia he intentado contar, aquellos osados de la sociedad progresista, los más próximos a la clase jornalera y obrera, a la clase social más humilde, habían alcanzado la gobernanza del municipio que siempre estuvo bajo el mando de la burguesía heredera del Antiguo Régimen de la propiedad. Y lo hacían para ejercer el gobierno del municipio desde principios constitucionales como los de hoy: deseando establecer la justicia social y la libertad, garantizando su convivencia democrática, respetando los derechos humanos, y promoviendo el bien de sus vecinos, su cultura y su economía familiar en la búsqueda de una digna calidad de vida. Y lo hacían enarbolando banderas de libertad, en toda la amplitud de horizontes que los humanos podemos otear.

Aquellos llamados durante un tiempo de la historia local “Jóvenes turcos”, habían logrado al fin desbancar el “sultanato” ejercido por unas pocas familias con vínculos de sangre que se sucedían unas a otras, cuyo principal objetivo fue siempre el interés privado, olvidándose del obligado interés común que debe primar siempre en la gestión pública de las agrupaciones de vecinos.

A lo largo de esos años la endogamia fue el mayor atributo de esta sociedad burguesa, practicando la “endofobia” e ignorando el pueblo llano al que identifica de forma peyorativa con “motes”, propio de una sociedad clasista recreada en sí misma, donde sus dirigentes se consideran portadores e intérpretes de los valores absolutos, y donde el sentido de la propiedad privada era también absoluto.

En esa sociedad, cuando las circunstancias ideológicas del importado fascismo del entorno se alinearon y ligaron en el firmamento español, prende en una supuesta minoría la violencia extrema como reacción al atrevimiento de aquellos otros que enarbolando la libertad y la justicia pretendieron cambiar el rumbo de tantos años del mal llamado “patriotismo”. Esa minoría gestada precisamente por la “endofobia” y dirigida en la sombra por aquellos que entendían que ser patrón era sinónimo de ser dueño de la vida ajena practicando la limpieza ideológica. Habría que creer que buena parte de aquella sociedad clasista no compartía la violencia extrema, pero que fuera rechazada por éstos en voz baja o en silencio, no fue suficiente para su erradicación; muy al contrario, sin pretenderlo, la amparaba.

Cuatro años después del término de nuestros Anales, allá en 1936, cuando los derechos se torcieron y el águila imperial voló sobre el cielo de Arucas imponiendo sus yugos y clavando sus envenenadas flechas, aquellos que se atrevieron a tomar la municipalidad y aquellos que con fe alentaron la exigencia de un mísero jornal para subsistir, aquellos que hicieron camino al andar, lo pagarían muy caro, lo pagarían con su vida. Muchos de ellos fueron señalados como advertencia ejemplarizante para que todos los vecinos conocieran de sus limitaciones: de quién era el patrón y quién el jornalero y obrero; quién es el descamisado y quién viste camisa con corbata; quién es analfabeto en la vida, y quien es el ilustrado señorito. Ello, para santificar que unos viven para administrar y otros para ser administrados, unos para mandar y otros para ser mandados.

Muchos de los señalados por las azules camisas, eran sacados de sus casas a las tantas de la madrugada de un día cualquiera. Primero fue el apartamiento de los 14 maestros y enseñantes vinculados a Arucas, expedientados y separados del oficio de enseñar la libertad en 1936 por pertenecer a la Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza. Después la mejor suerte, si así se puede calificar, para unos fue el cruel escarmiento y escarnio en conocidos sótanos, del que se escaparon aquellos que advertidos por la consigna de un cura grande salieron de su casa para esconderse.

Y aquellos otros que fueron amparados por la protección del Obispo Pildain cuando intercedió para conmutar las veintisiete penas de muerte de los ochenta y nueve aruquenses encausados en el Consejo de Guerra 500/1936, sentenciado el 20 de abril de 1937, imputados por la voladura parcial en el puente de Tenoya, acción defensiva realizada por los republicanos que defendían los derechos constitucionales intentando impedir el paso del ejército golpista hacia Arucas la noche del 17 de julio; su firmeza y sorpresivas visitas al campo de concentración del Lazareto de Gando fue decisiva.

Pero 67 almas, muchas de ellas liberadas por los militares del Lazareto de Gando por no existir causa contra ellas, liberación no compartida por las violentas camisas azules, fueron a las pocas horas o días sacados para un “paseo”. Simplemente, desaparecieron en el fondo de un desconocido pozo en el que reposan sus huesos calcinados para ocultar su identidad.

Ni siquiera tuvieron el derecho a que su mujer, hermanos o hijos conocieran donde recordar al buen padre o hermano con unas flores y algún cirio. Fueron tres de cada mil vecinos de Arucas, muchísimos más que en otros municipios. Sólo Agaete superó a Arucas, desgraciadamente porque allí llegaron una madrugada las violentas azules camisas de Arucas y se llevaron a los hombres de muchas familias completas de la Vecindad de Enfrente. Lo intentaron también en Guía y La Aldea, pero no lo permitieron los vecinos del lugar impidiéndoles su paso. Distintos fueron los intereses que convergieron en el extinguido municipio de San Lorenzo, donde la anexión de sus vecinos a la gran capital insular era lo importante, si bien no fueran distintas las violentas maneras: 59 fusilados y 14 desaparecidos del dicho municipio.

Las camisas azules convirtieron sus viles acciones en un entretenimiento, en un desahogo para su incontenida violencia, con la que algunos saldaron su ambición por los bienes o por el inconsentido derecho de pernada. Pero es más, hicieron un mal mayor cuando sembraron la semilla de los odios entre sus ciegos y obedientes correligionarios, quienes dieron rienda suelta a la «venganza o resentimiento vecinal, familiar y social como oscuro sentimiento de maldad larvado y cultivado que afloró en aquellos revueltos años para saciar o ajustar cuentas aprovechando el rebumbio del "alzamiento nacional"» ─en la sabia opinión de un buen conocedor de nuestra particular historia local─,  hasta el extremo que las brigadas del amanecer  se llevaban al vecino, aun siendo de derechas, cuando no encontraron en su casa al “rojo” que buscaban. Tristes realidades.

Hoy en día, después de la cuarentena impuesta por el dictador fascista, cuando acontece su lánguida muerte, atrás quedaron esas historias. Vivimos un eterno amanecer unos con otros respetándonos, conociendo que el derecho de unos acaba donde empieza el derecho de los otros, olvidando venganzas y odios, ya superados aunque no olvidados, porque «al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar». Y ello ha sido posible porque aquellos pocos progresistas de entonces, aquellos que hicieron camino al andar, nos dejaron las pequeñas piedras blancas para descubrir de nuevo el camino para esta sana convivencia, donde no existen vencedores ni vencidos, sólo ganadores en la concordia y en la paz. 

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