Al inicio del año ya
está terminada la gran obra de la Plaza del Mercado y el ayuntamiento comienza
a arrendar los locales exteriores de la misma. Ello comportará que el despacho
de carnes que está junto al matadero de El Cerrillo se traslade a la Plaza del
Mercado, manteniéndose allí el matadero.
En el año anterior se
había debatido a todos los niveles y desde todos los periódicos la crisis por
la profunda caída del precio de la cochinilla, además de los que seguían
defendiendo que la cochinilla volvería a imponerse sobre las anilinas y
deberían mantenerse los cultivos de nopales en los terrenos más costeros, se
barajaban cultivos alternativos como la vuelta de la caña de azúcar, el tabaco
e inclusive el aprovechamiento de la seda.
Todas las noticias que
se recibían de Madeira, era la bondad del cultivo de la caña de azúcar y la construcción
de fábricas para el refino del azúcar o para la obtención de aguardientes, por
lo que suponía obtener un producto terminado a partir del desarrollo de los
sectores primario y secundario, y las enormes posibilidades de exportación con
la construcción del nuevo puerto del Refugio.
Los pequeños cultivadores de la villa invitados a participar en la creación de esa enigmática Sociedad Agrícola Industrial de Canarias debatían entre ellos la curiosa minoritaria participación ofertada del 25%, que no era suficiente para oponerse a los acuerdos que tomara el restante 75%, y cuyo objeto social era adquirir la caña para venderla a la azucarera, pero sin adquirir compromiso formal de compra de las cosechas aunque ostentaran la condición de accionistas.
Se comentaba en
corrillos que el catalán Juan Torrens probablemente era un testaferro
interpuesto por Alfonso Gourié
Álvarez-Conde, y tenían claro que su padre Francisco Rosalie Gourié David, fue muy conocido como prestamista, del
que se decía que en su casa de la calle Travieso tuvo «la colección más un considerable
de objetos de gran valor que jamás se había podido admirar en Gran Canaria» producto
de dicha actividad, sin olvidar que
fue quien ejecutó la hipoteca sobre las propiedades del aquel popular alcalde Mateo de Matos Quintana, que acudió a él
cuando necesitó dinero para defenderse en el pleito por la denuncia del Marqués
del Buen Suceso cuando el Motín de 1800 en tiempos de hambre.
No terminaban de
entender la hipotética relación mercantil y si había obligaciones contraídas
entre dicha sociedad y la azucarera para la compra-venta de la caña, dado que
ambas sociedades estaban aún en constitución. Y, si en ambas sociedades el
accionista mayoritario era Alfonso Gourié
Álvarez-Conde, ¿por qué no se ofrecía una participación directa en la
azucarera?
Y llegados a este
extremo en las suposiciones, otras interrogantes quedaron sin respuesta: ¿Qué
recelos tuvieron Bruno González Castellano y la familia Suárez para no
participar en la azucarera? ¿Se les invita a ellos porque aquellos se negaron? ¿Y
si no se hubieran negado, hubieran sido también invitados? ¿Por qué no les invitan
a participar directamente en la azucarera?
Ya en abril, con todos
estos interrogantes sin respuesta, tenían que atar muchos cabos ante tal
sospechosa participación indirecta. Los agricultores aruquenses
hicieron su contra-oferta demandando que el domicilio social de la compañía
fuera Arucas, y que su participación sería por 125.000 pesetas, con un
compromiso por diez años renovables de común acuerdo, y pondrían a disposición
de la azucarera 200.000 quintales de caña, con la excepción del primer año que
sería menor, así como un acuerdo sobre precios y emisión de obligaciones, según
información recogida por la prensa.
No siendo aceptadas sus
demandas, el grupo de agricultores de Arucas abandonó definitivamente el
proyecto por todas las dudas e inseguridades que le aportaba. Sugiere este
hecho que los restantes propietarios y agricultores tenían cierto temor a la
participación indirecta y minoritaria frente a la mayoría societaria de Alfonso Gourié Álvarez-Conde, que
pudiera ser utilizada como un "rodillo"
en las decisiones futuras, como lo fue la fórmula de participación indirecta en
la fábrica, a través de un contrato de suministro de caña, la elección del
lugar inicial de instalación de la azucarera, el domicilio de la sociedad
suministradora y el nombramiento del comerciante Juan Ladeveze para gestionar
la compra de la maquinaria. La fórmula permitió que triunfara la manifiesta
individualidad, pues pudieron haber optado por unir sus fuerzas, pero todos
querían ser independientes.
Se dibuja un escenario
para aquella época de enorme respeto a los dos grandes poderes económicos y
políticos consolidados, Alfonso Gourié
Álvarez-Conde y Bruno González
Castellano, quienes se habían distanciado en el asunto de la azucarera por
sus propias personalidades, ya competidores entre sí, el primero muy cercano a
la burguesía capitalina integrada en el partido “leonino” que por extensión dominaba sus correligionarios locales,
y el segundo curtido en la política local y apreciado en la villa, Presidente
de la Heredad y ahora Alcalde de la villa acreditando con ello dominar la mayoría
de los regidores locales.
Ello suponía además que todo aquel que se asociara o no, corría el riesgo de ser absorbido por uno de ellos, cuestión delicada que no debía hacerse patente, ya que los pequeños patronos y comerciantes tenían una gran dependencia de la actividad económica que ambos poderes generaban en la villa. Tal situación alineaba a los propios colonos y jornaleros que trabajaban las tierras para uno o para otro.
Cuando acababa el año los cultivadores de la villa que renunciaron a participar en aquella sociedad tenían muy claro que lo oportuno era plantar la caña de azúcar por las condiciones de sus tierras, pero la gran incógnita era conocer quién compraría la cosecha y a qué precio. Iban camino de convertirse en dependientes económicos de la azucarera de San Pedro, que podría fijar precios a la baja aprovechando el exceso de oferta de caña, aunque necesitara toda la cultivada. Algunos ya pensaban que la mejor opción sería completar el ciclo, cultivar la caña y construir una pequeña azucarera artesanal y así exportar el producto refinado a precios de mercado.
Ello suponía además que todo aquel que se asociara o no, corría el riesgo de ser absorbido por uno de ellos, cuestión delicada que no debía hacerse patente, ya que los pequeños patronos y comerciantes tenían una gran dependencia de la actividad económica que ambos poderes generaban en la villa. Tal situación alineaba a los propios colonos y jornaleros que trabajaban las tierras para uno o para otro.
Cuando acababa el año los cultivadores de la villa que renunciaron a participar en aquella sociedad tenían muy claro que lo oportuno era plantar la caña de azúcar por las condiciones de sus tierras, pero la gran incógnita era conocer quién compraría la cosecha y a qué precio. Iban camino de convertirse en dependientes económicos de la azucarera de San Pedro, que podría fijar precios a la baja aprovechando el exceso de oferta de caña, aunque necesitara toda la cultivada. Algunos ya pensaban que la mejor opción sería completar el ciclo, cultivar la caña y construir una pequeña azucarera artesanal y así exportar el producto refinado a precios de mercado.
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